El artículo precedente me lleva a reflexionar sobre un punto que el FRESCO DE BEETHOVEN toca aunque de manera no explícita. El amor al arte, bajo todas sus formas, implica una austeridad de vida y una disciplina del espíritu que lleva al artista tocado por los duendes - en el sentido lorquiano de la palabra - a una vida de soledad y abstinencia en el amor. No se trata de una opción religiosa ni mucho menos por imitación: es un camino personal, y por ende distinto cada vez, que el artista está obligado a seguir por la presión del mismo arte.
Su arte abarca de tal modo la vida del artista, la engloba, sumerge y aprisiona que absolutamente nada puede interferir entre el Amigo y el Amado (el arte), para parafrasear a Blanquerna.
Este es un punto a meditar, porque la soledad acompañada del artista nada tiene de sacrificio sino de entrega y donación.