El Pabellón de la Secesión vienesa


Cada año suelo hacerme un regalo de cumpleaños: unos días de reposo en Viena. Intento hacer el viaje en torno a la fecha misma de mi aniversario pero no siempre lo logro, lo cual al final me permite vivir en Viena en diferentes estaciones; pero sea en invierno como en primavera, la ciudad se ofrece siempre con aquella característica que hace su encanto: su ritmo propio. Nada parece apresurar a nadie, todo y todos se mueven a un compás individual y colectivo que se armonizan como en un pentagrama dirigidos por una clave de sol.
Suelo alojarme en un hotel cercano al Ring, ya sea en el señero Bristol - que guarda todo el perfume de los primeros años del siglo XX y el recuerdo de las cuitas intelectuales y psicoanalíticas Maria Bonaparte y Sigmund Freud - o en el más moderno Hilton Stadtpark. En todo caso, el ritual suele ser el mismo: enrumbo por el Ring hasta la Ópera: entro al barrio de Naschmarkt por la Operngasse y cruzo la pequeña plaza de la Friedrichstrasse que me dirige suevamente hasta el n° 12 de la misma calle, casi a la intersección con la Linke Wienzeile, donde se levanta el Pabellón de la Secesión de Viena: mi objetivo, ya distinguible desde lejos gracias a su maravillosa cúpula de follaje de oro.
Este edificio guarda una de las obras mayores de Gustav Klimt: el Fresco de Beethoven, una composición que quiso poner colores y formas a la Novena sinfonía de Beethoven, una expresión de esperanza y amor a la que hoy me atrevo a poner palabras como Klimt la "dibujó" y dio colores con esmaltes, óleos, finísimas hojas de oro y piedras duras.
Esta es la historia de mi estrecha relación con este maravilloso fresco, la sinfonía de Ludwig van Beethoven y la vida.